En la actualidad, las tierras agrícolas abarcan más de una tercera parte de la superficie terrestre de nuestro planeta y son quizás nuestro recurso natural más importante. Además de proporcionarnos alimento, forraje y fibra, los campos cultivables y las tierras de pastoreo albergan una asombrosa variedad de organismos —desde murciélagos y pájaros hasta escarabajos y gusanos—, así como una considerable cubierta forestal. Estos ecosistemas modificados, que durante siglos se han visto marcados por el esfuerzo e ingenio humanos, son tesoros culturales cuya protección tiene un valor tanto espiritual como económico.

Sin embargo, la forma en que empleamos muchas de estas tierras, desde enormes monocultivos hasta extensos pastizales, está agotando su vitalidad. La labranza, el cultivo excesivo y la eliminación de setos y árboles están permitiendo que la lluvia y el viento erosionen el suelo, el cual es sumamente valioso. El excesivo uso de fertilizantes contamina los cursos de agua y reduce la calidad del suelo. Los pesticidas están dañando la vida silvestre, incluidos insectos como las abejas, responsables de la polinización de muchos cultivos. El pastoreo excesivo propicia que los pastizales se vean expuestos a la erosión y las especies invasoras.

La ciencia está ayudando a las comunidades rurales a restaurar los ecosistemas agrícolas gracias a la propia naturaleza a fin de impulsar la productividad agrícola. Algunos agricultores están reduciendo la labranza y utilizando más fertilizantes naturales y métodos de control de plagas. La diversificación de cultivos, incluidos los árboles, puede restaurar la biodiversidad y fomentar la adopción de una alimentación más nutritiva. Con una gestión cuidadosa, las cabañas ganaderas más pequeñas pueden llegar a aumentar los ingresos. Todas estas medidas pueden revivir la tierra, pues ayudan a recuperar las reservas de carbono orgánico y los microorganismos que absorben el agua y mantienen la fertilidad natural de nuestros suelos.

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